3 de enero de 2007

No hay que ser visionario para saber qué no va a pasar


Cuando Jaromir Hladík yacía aprisionado en un acantonamiento en las riberas del Moldau esperaba su fusilamiento mientras acopiaba horas, minutos, segundos… Su imaginación acometía cientos de ejecuciones que se archivaban con detalles en su mente, revivía una y otra vez el hecho, preveía cada posibilidad de cambio y cada improbable variante para eliminar la contingencia. Pretendía burlar el miedo a lo desconocido, quizá familiarizarse con la idea de muerte para que una vez llegado el momento del disparo no temiera. Así, Hladík reflexionó coincidentemente como yo lo hice alguna vez: la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda.

Un Hladík iluso hubiera querido imaginar Todas las posibilidades para que simplemente el fusilamiento nunca se concretara. Desafortunadamente para Hladík sólo había dos posibilidades:

A) Siguiendo con la reflexión planteada, el fusilamiento no coincidiría con ninguno imaginado, y el saber esto no eliminaría el miedo, lo cual era el objetivo inicial.

B) Pronosticaba en vano aquel instante ya que, finalmente, si pensaba Todas las posibilidades, alguna de ellas acabaría por ser profética y el imaginar cuál de ellas sería la real sería una tortura terrible y además una vuelta al inicio (como si ninguna hubiese sido imaginada por carecer de certeza alguna sobre otra).

La primera es fiel al presupuesto planteado y más posible. Vale decir que esta idea es jodidamente certera (o mejor, digamos de imprecisión diminuta) aunque nunca absoluta. Lo cierto es que, en mi experiencia, nunca he podido desmentirlo. Hay que “esperar lo inesperado” siempre. Si yo creyera en Guy de Maupassant, quien dijo alguna vez que “la dicha está sólo en la esperanza, en la ilusión sin fin”, ay, qué desgracia sería mi vida entonces.